Hoy
he tirado los apuntes de las asignaturas aprobadas de Periodismo, todas menos
seis. La pena y la añoranza aumentaban a
medida que iba metiendo en la bolsa los que han sido los cuatro años más
felices de mi vida. Siempre soñé con estudiar Periodismo pero nunca pensé que
pudiera ser verdad. Soñar con ir a la
Universidad era demasiado para el hijo de una madre analfabeta y de un padre
que apenas sabe escribir. Ninguno de mis hermanos estudió más allá de la EGB, por lo que se
avecinaba complicado que yo fuera a romper el círculo vicioso del fracaso
escolar y trabajos duros y precarios.
Me
enamoré del periodismo en la infancia. Escuchando “el parte” en un transistor
que escondía en la almohada que compartía con mi abuela Pura. Y leyendo un pequeño diario regional que me
parecía un regalo cada mañana. Muchas veces, robaba a mi madre el euro de su
monedero para comprarlo; otras muchas veces, mi abuela Pura me compraba los periódicos
en los que empecé a admirar a escritores, políticos, científicos, activistas y
periodistas que escribían sobre un mundo
inalcanzable para un niño de provincias.
Comencé
a leer Diario 16, donde me informé, mientras ayudaba a mi madre a vender higos,
berenjenas, tomates, cebollas, hinojo, coles o hierbabuena, del congreso del
PSOE donde salió elegido secretario general el que unos años más tarde sería
presidente del Gobierno de España. Recuerdo que este periódico hizo un especial
sobre el citado congreso a todo color, cuando los demás aún publicaban
fotografías en blanco y negro.
En
los periódicos, empecé buscando información sobre un mundo que no era mi mundo
y hallé un objetivo vital. Cuando me matriculé de la carrera que esta misma
mañana he tirado los apuntes, lo primero que hice fue llamar por teléfono a mi
madre. “Ya estoy matriculado, madre. Me ha costado más años y esfuerzo que al resto
pero ya estoy en la misma universidad en la que estudió el señorito que nos compraba
en verano las berenjenas de la huerta”, le dije a mi madre, que no añadió mucho
más porque para ella la Universidad quedaba aún más lejos que para mí.
Durante
estos años he madurado enormemente. He aprendido y he superado la barrera de mi
mundo de nacimiento. De los mundos que mi madre y mi abuela Pura no pudieron derribar. He
llegado tan lejos como el nieto del señorito con el que mi madre empezó a acarrear agua a los nueve años, a cambio
de un trocito de bacalao. Sé que he cruzado la puerta que no cruzaron mis
hermanos y que la vida cerró a mi madre y a mi abuela.
Los
apuntes que he tirado esta mañana, no los hubiera tirado nunca si la
Universidad en la que he estudiado no hubiera sido pública. Si las matrículas
me hubieran costado 3.000 euros y el acceso únicamente hubiera dependido de la
fortuna patrimonial que mi familia no tiene. No podría haber estudiado sin la
beca-salario que me ha permitido abrir el mundo más allá de las posibilidades
de mi cuna y enamorarme de un mundo más lejano todavía que mis sueños
infantiles: el europeísimo.
La grandeza
del sistema público ha permitido que el hijo de una analfabeta, nacida en la
Extremadura rural y castigada, haya podido esta mañana tirar los apuntes de las
asignaturas aprobadas. Sin una universidad pública, mi madre nunca me habría
dicho que “estoy orgullosa de ti, hijo. Yo no sé leer pero tú vas a ser
periodista”. La Educación pública es la única arma de los pobres para salir en
defensa propia de los que quieren segregar a la población en dos filas:
privilegiados y castigados. Aún me faltan seis asignaturas para ser periodista,
que espero sea en septiembre.
Aunque el futuro
del periodismo no sea nada halagüeño, estoy convencido de que mi futuro será
mejor que el de mi madre y mi abuela Pura. De lo que no estoy tan seguro es que
mis sobrinos puedan volver a cruzar el umbral que yo crucé gracias a la
universidad pública. El sistema que la crisis y el plan ideológico de la derecha se quiere llevar por delante guarda una maldad congénita: que mis sobrinos no puedan tirar los apuntes donde estén escritos sus sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario